Marcos, el tren y la gente
El tren atropelló a un señor hoy. Fue cerca de las 17.03, y yo estaba en ese tren.
El camino que lleva al Oeste es largo, y el tren que lo transita es famoso. Lleva nombre de prócer, como todos; no sé por qué ni me interesa saberlo.
En otros tiempos y por otros motivos viajé mucho en tren, y así como cariño, adopté también cierto recelo para con el tren. Sin deseos de sumergirme en complejos análisis subconscientes, diré simplemente que, de un tiempo a esta parte, el tren ha dejado de ser un lugar agradable para mí. Cuestiones de tiempo y comodidad me atan a él, pero aún así, subo deseando bajar.
Me instalé como es costumbre en el primer vagón, en la primera puerta, una posición estratégicamente elegida para apurar el desembarco en la estación pertinente. El viaje es corto, de paneas quince minutos según indica el cronograma. Munido de los auriculares reglamentarios, me dispuse a la travesía.
Hay cosas que, para el usuario de tren, son parte del bioma de siempre. Las caras de cansancio, los bolsos al hombro, los celulares de moda, el vendedor de lo que toque, el que implora limosnas, el que fuma en el furgón, el que duerme profundo, el de traje barato y arrugado, las manos cansadas, el señor de los panchos, las ventanas rotas, el eterno vaivén del viaje, el que sólo espera bajarse.
Llegábamos a la primera estación cuando sonó la bocina. Su grito fue, como siempre, largo y agónico, tenso y urgente. Le siguió a ésta la esperable frenada, y entonces puse Stop en el discman. Por la ventana vi al señor de chaleco naranja parado frente a la barrera del lado opuesto al nuestro, e inmediatamente después, dos palomas volar. Hubo un suspiro sordo generalizado, y unos metros después, el tren se detuvo.
El señor a mi izquierda, que estaba más cerca de la puerta, y movido vaya uno a saber por qué clase de necesidad, me espetó sin más: "Uf, lo viste?". Y acto seguido se tapó la boca. Y supe entonces que lo que mi miopía galopante disimulara en palomas eran, en realidad, miembros. Miembros que fueron, otrora, parte de un cuerpo.
El tren está detenido, y la gente, por un instante, paralizada. Por un instante. Entonces empiezan los comentarios. Comentarios que nadie quiere escuchar, pero todos hacen. Yo me quiero bajar. Por la ventana veo al señor de seguridad del andén de enfrente hacer algún tipo de seña al conductor del tren. Entonces alterno, inevitablemente, mi pensamiento: va de una víctima a la otra.
Y entonces el vulgo empieza a aflorar. Que fue una mujer dice una mujer. Que fue un hombre, dice un hombre, Que no es muy relevante, pienso yo. Y el murmullo cobra vida, y los decibeles aumentan. Y el tren no había terminado de entrar en la estación, y entonces todos se vienen para adelante. La gente del andén habla y gesticula con el conductor, en un intercambio que no entiendo. Y me quiero bajar.
Entonces, una señora golpea la puerta del conductor: "No podrían abrir las puertas?" pregunta. El conductor dice que sí, que en un momento, que esperen por favor. Y se escuchan muchos peros, y quejidos, y rezongos. Y por un momento se apodera de mí el Genio maligno, y supongo que todos sufrimos por lo mismo. Pero no: Sabés cuánto va a tardar esto? Hasta que venga la ambulancia, y etc etc...? "Va a ser un quilombo viajar" postula un erudito del vagón uno. Y de eso se trata todo por el momento. Y yo me quiero bajar.
Entonces llega un señor venido del fondo. Llena su boca de palabras inútiles y gastadas, golpea éste la puerta del conductor, al tiempo que arenga: "No pueden abrir las puertas?" Algún desprevenido comulga, y otros siguen mirando por la venta. Se abre la puerta, y la demanda es repetida. El conductor, inexplicablemente calmo, explica: "Si me escucha un segundo, le explico: el tren no terminó de ingresar en la estación, y no se abren las puertas porque las vías están electrectrificadas...". El señor de bigote, anteojos y maletín lo interrumpe: "Pero qué están esperando, que rompamos todo como en el Roca?" interpeló nervioso. El señor se vuelve hacia el pasaje, y la puerta se cierra nuevamente.
Y entonces ya son muchos los que, a los gritos, piden que abran las puertas. El olor a quemado se extiende en el aire, ajeno a todo reclamo. El señor continúa buscando adeptos: "Treinta años llevo viajando en ren, sabés cuántas veces vi que abran las puertas?" Aplaco un impulso por impropio ("la puta que progresaste en la vida, eh?"). Una señora dice que tal vez esté bien que no abran las puertas, a lo que el señor responde con un gesto de desprecio disimulado en un chistido. El murmullo sigue maldiciendo porque el tránsito se ha vuelto un trastorno. Mientras tanto, los miembros descansan sobre los durmientes, el conductor está en su cabina, y yo me quiero bajar.
De pronto, un movimiento de gente, y algún que otro movimiento, indican que alguien ha logrado abrir una puerta. Me apresuro al lugar, y en cuanto puedo, maniobra mediante, bajo. Camino hacia atrás por el andén, en busca de la salida. Salto el molinete esgrimiendo la pirueta que tantas otras veces viera a tantos ejecutar, mientras yo estrujaba el boleto en el bolsillo. Al final de las escaleras, una horda se agolpa junto al alambrado, la vista fija en algún lugar en las vías. Cómo yo tengo, afortunadamente, una miopía galopante, no veo nada de lo que ellos encuentran fascinante.
Al final de la escalera, la calle vacía de coches, y una horda de gente que avanza hacia la avenida. Apoyados contra el puesto de diarios, dos muchachos. No sé si su situación o la mía, su aspecto o el mío, sus caras o la mía, pero algo me incita, y los interrogo con la mirada (porque a veces, somos todos imprevistos conocidos, compañeros del mismo trance): "Era el viejo, no sé si lo conocías... Marcos...Andaba siempre por acá. Estaba parando a la gente para que nadie cruzara porque venía el tren. Pobre, tenía un pedo..."
Seguí caminando entre la gente, en busca de un colectivo que me alejara del lugar. El mismo muchacho que me preguntó qué lo acercaba a Liniers, y que viajó conmigo, fue el que m e contó que, minutos antes, Marcos había estado en el andén, tomándose una cerveza.
Y yo viajé pensando que tal vez era la gente la que hacía que subiera queriendo bajarme.
El camino que lleva al Oeste es largo, y el tren que lo transita es famoso. Lleva nombre de prócer, como todos; no sé por qué ni me interesa saberlo.
En otros tiempos y por otros motivos viajé mucho en tren, y así como cariño, adopté también cierto recelo para con el tren. Sin deseos de sumergirme en complejos análisis subconscientes, diré simplemente que, de un tiempo a esta parte, el tren ha dejado de ser un lugar agradable para mí. Cuestiones de tiempo y comodidad me atan a él, pero aún así, subo deseando bajar.
Me instalé como es costumbre en el primer vagón, en la primera puerta, una posición estratégicamente elegida para apurar el desembarco en la estación pertinente. El viaje es corto, de paneas quince minutos según indica el cronograma. Munido de los auriculares reglamentarios, me dispuse a la travesía.
Hay cosas que, para el usuario de tren, son parte del bioma de siempre. Las caras de cansancio, los bolsos al hombro, los celulares de moda, el vendedor de lo que toque, el que implora limosnas, el que fuma en el furgón, el que duerme profundo, el de traje barato y arrugado, las manos cansadas, el señor de los panchos, las ventanas rotas, el eterno vaivén del viaje, el que sólo espera bajarse.
Llegábamos a la primera estación cuando sonó la bocina. Su grito fue, como siempre, largo y agónico, tenso y urgente. Le siguió a ésta la esperable frenada, y entonces puse Stop en el discman. Por la ventana vi al señor de chaleco naranja parado frente a la barrera del lado opuesto al nuestro, e inmediatamente después, dos palomas volar. Hubo un suspiro sordo generalizado, y unos metros después, el tren se detuvo.
El señor a mi izquierda, que estaba más cerca de la puerta, y movido vaya uno a saber por qué clase de necesidad, me espetó sin más: "Uf, lo viste?". Y acto seguido se tapó la boca. Y supe entonces que lo que mi miopía galopante disimulara en palomas eran, en realidad, miembros. Miembros que fueron, otrora, parte de un cuerpo.
El tren está detenido, y la gente, por un instante, paralizada. Por un instante. Entonces empiezan los comentarios. Comentarios que nadie quiere escuchar, pero todos hacen. Yo me quiero bajar. Por la ventana veo al señor de seguridad del andén de enfrente hacer algún tipo de seña al conductor del tren. Entonces alterno, inevitablemente, mi pensamiento: va de una víctima a la otra.
Y entonces el vulgo empieza a aflorar. Que fue una mujer dice una mujer. Que fue un hombre, dice un hombre, Que no es muy relevante, pienso yo. Y el murmullo cobra vida, y los decibeles aumentan. Y el tren no había terminado de entrar en la estación, y entonces todos se vienen para adelante. La gente del andén habla y gesticula con el conductor, en un intercambio que no entiendo. Y me quiero bajar.
Entonces, una señora golpea la puerta del conductor: "No podrían abrir las puertas?" pregunta. El conductor dice que sí, que en un momento, que esperen por favor. Y se escuchan muchos peros, y quejidos, y rezongos. Y por un momento se apodera de mí el Genio maligno, y supongo que todos sufrimos por lo mismo. Pero no: Sabés cuánto va a tardar esto? Hasta que venga la ambulancia, y etc etc...? "Va a ser un quilombo viajar" postula un erudito del vagón uno. Y de eso se trata todo por el momento. Y yo me quiero bajar.
Entonces llega un señor venido del fondo. Llena su boca de palabras inútiles y gastadas, golpea éste la puerta del conductor, al tiempo que arenga: "No pueden abrir las puertas?" Algún desprevenido comulga, y otros siguen mirando por la venta. Se abre la puerta, y la demanda es repetida. El conductor, inexplicablemente calmo, explica: "Si me escucha un segundo, le explico: el tren no terminó de ingresar en la estación, y no se abren las puertas porque las vías están electrectrificadas...". El señor de bigote, anteojos y maletín lo interrumpe: "Pero qué están esperando, que rompamos todo como en el Roca?" interpeló nervioso. El señor se vuelve hacia el pasaje, y la puerta se cierra nuevamente.
Y entonces ya son muchos los que, a los gritos, piden que abran las puertas. El olor a quemado se extiende en el aire, ajeno a todo reclamo. El señor continúa buscando adeptos: "Treinta años llevo viajando en ren, sabés cuántas veces vi que abran las puertas?" Aplaco un impulso por impropio ("la puta que progresaste en la vida, eh?"). Una señora dice que tal vez esté bien que no abran las puertas, a lo que el señor responde con un gesto de desprecio disimulado en un chistido. El murmullo sigue maldiciendo porque el tránsito se ha vuelto un trastorno. Mientras tanto, los miembros descansan sobre los durmientes, el conductor está en su cabina, y yo me quiero bajar.
De pronto, un movimiento de gente, y algún que otro movimiento, indican que alguien ha logrado abrir una puerta. Me apresuro al lugar, y en cuanto puedo, maniobra mediante, bajo. Camino hacia atrás por el andén, en busca de la salida. Salto el molinete esgrimiendo la pirueta que tantas otras veces viera a tantos ejecutar, mientras yo estrujaba el boleto en el bolsillo. Al final de las escaleras, una horda se agolpa junto al alambrado, la vista fija en algún lugar en las vías. Cómo yo tengo, afortunadamente, una miopía galopante, no veo nada de lo que ellos encuentran fascinante.
Al final de la escalera, la calle vacía de coches, y una horda de gente que avanza hacia la avenida. Apoyados contra el puesto de diarios, dos muchachos. No sé si su situación o la mía, su aspecto o el mío, sus caras o la mía, pero algo me incita, y los interrogo con la mirada (porque a veces, somos todos imprevistos conocidos, compañeros del mismo trance): "Era el viejo, no sé si lo conocías... Marcos...Andaba siempre por acá. Estaba parando a la gente para que nadie cruzara porque venía el tren. Pobre, tenía un pedo..."
Seguí caminando entre la gente, en busca de un colectivo que me alejara del lugar. El mismo muchacho que me preguntó qué lo acercaba a Liniers, y que viajó conmigo, fue el que m e contó que, minutos antes, Marcos había estado en el andén, tomándose una cerveza.
Y yo viajé pensando que tal vez era la gente la que hacía que subiera queriendo bajarme.
6 opiniones:
parafraseando a un comentario anterior de un post que a mi entender no se merecía tamaño comentario, Ud. convierte la angustia en algo más grande. no sé si quiero poner arte, quedémonos mejor con literatura.
hay mucho que quisiera decir, pero me cuesta porque el post me dejó un nudo en la garganta. pero es eso, no?, esa cosa incompresible, y que por algún motivo me causa a la vez rechazo y fascinación (será acaso como los señores que miraban a través de las rejas?) de algo tan triste y a la vez tan bien escrito...
Esto debería aburrirme: Ud. escribe, yo leo y de inmediato entro a comentar lo bien que escribe. Cada vez con cada post. Y no le veo solución. Por más que quiera no me puedo escapar del momento este de reconocer: a mí me gusta que usted me cuente cosas ¿Qué le vamos a hacer? Así se dan mis pasos por este blog.
No es la primera vez que nos cuenta un historia de algún viaje en el Sarmiento. Tampoco es la primera vez que la historia se refiere a una muerte.
¡Con razón sube queriendo bajarse!
¿No quiere que aquel encuentro pendiente lo hagamos viajando en tren? Por lo que leo, viajar en tren con Ud. es toda una aventura.
...
Creo que conocía al viejo. No sé qué más decir, qué comentar. Qué pensar.
...
...
gerund, no es para tanto.
Probablemente todos seamos, de algún modo, como los señores de las rejas. Tal vez por eso yo lo escribo. Y ustedes lo leen.
Puercoespín, muchas gracias.
Si quiere puede evitar parte de la rutina: pase, lea, y en todo caso deja un post críptico o profético. "Puto el que lee", por ejemplo.
Cuando sea grande y exitoso le invitaré un café en el Orient Express. Mientras tanto, va a ser mejor que evitemos los trenes.
Solo,
...
S.
Guau... Me gusta tu forma de escribir... Increíblemente ameno...
Saludos
http://www.alexiev.com.ar
Alexiev Store
Alex, gracias.
Es ameno alguna clase de elogio?
Sé bienvenido cuando quieras.
Almendra, no es cuestión de servir: pone uno lo que le da la gana, si le da.
Saludos,
S.
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