La clave del éxito

Un día la señora Fretag nos dio una tarea.

—Nuestro distinguido presidente, Herbert Hoover, va a venir a Los Angeles este sábado para dar un discurso. Quiero que todos vosotros vayáis a oír al presidente, y quiero que escribáis un ensayo sobre la experiencia y sobre lo que penséis del mensaje del presidente.

¿El sábado? Yo no podía ir. Tenía que segar el césped, cortar todas las hojitas. (Nunca podría cortar todas las hojitas.) Casi todos los sábados recibía una paliza con la badana de afilar porque mi padre encontraba una hojita. (También me pegaba a lo largo de la semana, una o dos veces, por cosas que no hacía o que hacía mal.) No podía decirle de ninguna forma a mi padre que tenía que ir a ver al presidente Hoover.

Así que no fui. Aquel domingo cogí algo de papel y me senté a escribir sobre cómo había visto al presidente. Su coche abierto, abriéndose paso entre senderos de flores, había entrado en el estadio de fútbol. Un coche lleno de agentes secretos iba delante, y otros dos coches iban justo detrás. Los agentes eran tipos valientes con pistolas para proteger a nuestro presidente. La multitud, se levantó al entrar el coche del presidente en la cancha. Nunca había ocurrido algo igual. Era el presidente. Era él. Saludó con la mano. Nosotros le respondimos. Una banda comenzó a tocar. Había gaviotas que volaban en círculo encima nuestro como si supieran también que allí estaba el presidente. Y también había aviones que hacían escritura aérea. Escribían en el cielo cosas como «La prosperidad está a la vuelta de la esquina». El presidente se puso de pie en el coche, y en ese momento se apartaron las nubes y la luz del sol cayó directamente sobre su cara. Era como si Dios también lo supiese. Entonces los coches se detuvieron y nuestro gran presidente, rodeado de agentes del servicio secreto, subió a la plataforma de discursos. Al llegar junto al micrófono, un pájaro descendió del cielo y se posó junto a él. El presidente le hizo un gesto de saludo al pájaro y se rió. Todos nos reímos con él. Entonces empezó a hablar y todo el mundo escuchó. Yo apenas pude oír el discurso porque estaba sentado junto a una máquina de freír palomitas que hacía demasiado ruido, pero me pareció oírle decir que el problema de Manchuria no era grave, y que en casa todo se iba a arreglar, no debíamos preocuparnos, y todo lo que debíamos hacer era creer en América. Habría suficiente trabajo para todo el mundo. Los talleres y las fábricas se abrirían de nuevo. Habría suficientes dentistas con suficientes dientes que extraer, suficientes fuegos y suficientes bomberos para apagarlos. Nuestros amigos de Sudamérica pagarían sus deudas. Pronto podríamos dormir en paz, con nuestros estómagos y nuestros corazones llenos. Dios y nuestra gran nación nos rodearían de amor y nos protegerían del mal, de los socialistas, nos despertarían de la pesadilla, para siempre...

El presidente escuchó los aplausos, saludó, volvió a su coche, subió y se fue seguido de coches llenos de agentes secretos mientras el sol empezaba a caer, la tarde se diluía en el crepúsculo, rojo, dorado y maravilloso. Habíamos visto y oído al presidente Hoover.

Entregué mi ensayo el lunes. El martes, la señora Fretag se dirigió a la clase.

—He leído todos vuestros ensayos sobre la visita de nuestro distinguido presidente a Los Angeles. Yo estaba allí. Algunos de vosotros, me he dado cuenta, no estuvisteis por una razón u otra. Para aquellos que no estuvisteis, os voy a leer este ensayo de Henry Chinaski.

La clase estaba terriblemente silenciosa. Yo era, de lejos, el alumno más impopular de toda la clase. Era como un cuchillo que atravesara todos sus corazones.

—Es muy creativo —dijo la señora Fretag, y empezó a leer mi ensayo. Las palabras sonaban bien. Todo el mundo escuchaba. Mis palabras llenaban la habitación, de pizarra a pizarra, pegaban en el techo y rebotaban, cubrían los zapatos de la señora Fretag y se amontonaban en el suelo. Algunas de las niñas más guapas de la clase comenzaban a echarme miradas. Todos los tíos duros estaban humillados, sus ensayos no valían un pjjo. Yo bebía mis palabras como un hombre sediento. Incluso empecé a creérmelas. Vi a Juan allí sentado como si le hubiera pegado un puñetazo en todos los morros. Estiré las piernas y me eché hacia atrás. Se acabó demasiado pronto.

—Con esta gran redacción —dijo la señora Fretag—, se acaba la clase.

La gente se levantó y comenzó a guardar sus cosas.

—Tú no, Henry —dijo la señora Fretag.

Me quedé sentado y ella se quedó allí de pie mirándome.

Entonces dijo:

—¿Henry, estuviste allí?

Traté de pensar una respuesta. No pude. Dije:

—No, no estuve.

Ella sonrió.

—Eso hace que tenga más mérito.
—Sí, señora...

—Puedes irte, Henry.


Me levanté y salí. Empecé a caminar hacia casa. Así que eso era lo que querían: mentiras. Mentiras maravillosas. Eso es todo lo que necesitaban. La gente era tonta. La cosa iba a ser fácil. Miré detrás mío. Juan y su amigo no me seguían. Las cosas me iban cada vez mejor.



La senda del perdedor,
Charles Bukowski.




3 opiniones:

Puercoespín | mayo 15, 2007 11:27 p.m.

Excelente!!!

El texto y Ud. que me permitió leerlo.

gerund | mayo 16, 2007 7:17 p.m.

muy bueno...

david santos | mayo 16, 2007 8:57 p.m.
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