Desnudez

Tal vez uno de los mayores o más molestos inconvenientes que se me presenta cuando intento escribir es mi negación a revelarme humano. No humano como persona, sino humano como ser tangible, con nombre y apellido y DNI.

Históricamente me he dedicado más a leer que a escribir, como la mayoría. Y siempre que abordo un libro, y sin quererlo, pero deseándolo, asumo que no sé ni quiero saber qué parte de realidad histórica o de fabulosa imaginación tiene el texto, ni cuál fue la situación ni intención del autor.

Puede parecer esto una obviedad, y una obviedad también que quedarían excluidos de esta condición los escritos de historia y los de ficción, por citar simples extremos. Pero bien sabemos que los relatos históricos tienen más de una pincelada de fantasía novelesca, y que hasta la más extrema ficción devela, aunque no sea más que a nivel inconsciente, rasgos propios del escritor.

Decía entonces que elijo dejar de lado estas apreciaciones, asumiendo que ambas situaciones conviven, y no es mi tarea discriminarlas. Hasta aquí, probablemente, seamos muchos los que estamos de acuerdo.

Ahora bien: cuando uno es lector, esta impostura es bien fácil de vestir, pero ¿qué sucede cuando uno ha de escribir?

No podemos escondernos ya en la ignorancia porque, es obvio, sabemos. Pero no sólo sabemos: debemos además decidir. Somos obligados partícipes, intérpretes, codificadores y decodificadores. ¿Entonces?

No desconozco que más de uno (y asumo que todos los que hacen del oficio su sustento) han resuelto el dilema de manera más que simple y satisfactoria, pero en lo que a mí respecta, aún me perturba. Podría pensar que todo el problema radica en que no quiero mostrarme ni darme a conocer. No por ser esto una gran simplificación es menos cierto. Pero no por ser esto cierto es tan extraño de encontrar ni tan sencillo de resolver. Bien sabido es que el grado de desnudez que una obra exige a su autor es alto, bien alto. Y es aquí donde la ficción viene a cubrirnos un poco esta desnudez del alma que, por otro lado, no podemos evitar. Y aquí, en este intentar cubrirnos un poco, volvemos a la odiosa cuestión.

Pensando en esto, y ofuscado por la inacción que la duda y el miedo me imponen, y a la espera de que un sabio disfrazado de común me rebele la fórmula mágica, formé la idea de que tal vez sea mejor dejarlo.

Dejar el escrito, quiero decir. Tanto el escrito como nosotros somos objeto del implacable paso del tiempo. Pensé entonces que tal vez pueda ser una buena idea escribir y guardar. Dejar el escrito añejar, y sentir que el paso del tiempo lo vuelve, sino mejor, al menos más ajeno, más impersonal, menos delator.

Tal vez podamos, entonces, sentir que no nos desnuda a nosotros, sino a lo que alguna vez fuimos, a una foto que otrora tomamos, y que no es hoy realidad sino mero recuerdo.

No puedo evitar sentir que esto es una solución no sólo simplista sino, por qué no, absurda, pero, después de todo, es la única que me alivia la conciencia y respeta el sueño.



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