El Poder.
Era yo sólo un niño, no creo que pasara de los seis años.
Me levantaba entonces bien temprano, al alba digamos, para acompañar a mi padre al trabajo (aquél puesto de diarios viejo y desvencijado que hoy no lo es tanto, que antes era tan mío, y hoy no lo es tanto, y que aún hoy lo ve llegar a diario con el pucho en la boca).
Armábamos entonces los diarios,
Y mientras él, con el paso apurado y un manojo de diarios y llaves, hacía el reparto, yo mantenía a raya a los amigos de lo ajeno, aprendía a cobrar y dar vuelto, y soportaba el frío o el calor con un estoicismo que sólo ofrecen el saber del deber cumplido y la felicidad de hacer lo que se quiere.
Después de esto venía, ineludible, el desayuno: café con leche y tres de manteca. Sólo después de esto, horas enteras de lectura, con la ñata contra el pelpa.
Pero, y helo aquí el gran suceso, en ciertas ocasiones, y por algún motivo que no recuerdo, íbamos juntos a dejar algún diario o revista, o a cobrar, al edificio que estaba (y sigue estando) detrás del puesto.
Entonces, el rito era siempre igual: entrar, y llamar el ascensor. Habría la puerta y me invitaba a entrar.
—Decile a qué piso vamos —me animaba.
—Quinto! —exclamaba yo, con el tono de aquél que quiere sonar seguro y convincente aún cuando la duda y la incertidumbre lo embargan hasta lo más íntimo. Estas mutaban en asombro y regocijo cuando, tras los dos segundos que la máquina necesitaba para procesar mi orden, el ascensor salía disparado hacia el quinto piso.
A esta altura, después de más de veinte años, he aprendido lo que es un ascensor automático, pero he pagado el conocimiento con mi poder de asombro, y muchas cosas, entretanto, han perdido la magia.
Hoy, en un esfuerzo por tratar de recuperarla, pienso que tal vez
Lo importante no sea poder,
Sino creer que podemos.
Me levantaba entonces bien temprano, al alba digamos, para acompañar a mi padre al trabajo (aquél puesto de diarios viejo y desvencijado que hoy no lo es tanto, que antes era tan mío, y hoy no lo es tanto, y que aún hoy lo ve llegar a diario con el pucho en la boca).
Armábamos entonces los diarios,
Y mientras él, con el paso apurado y un manojo de diarios y llaves, hacía el reparto, yo mantenía a raya a los amigos de lo ajeno, aprendía a cobrar y dar vuelto, y soportaba el frío o el calor con un estoicismo que sólo ofrecen el saber del deber cumplido y la felicidad de hacer lo que se quiere.
Después de esto venía, ineludible, el desayuno: café con leche y tres de manteca. Sólo después de esto, horas enteras de lectura, con la ñata contra el pelpa.
Pero, y helo aquí el gran suceso, en ciertas ocasiones, y por algún motivo que no recuerdo, íbamos juntos a dejar algún diario o revista, o a cobrar, al edificio que estaba (y sigue estando) detrás del puesto.
Entonces, el rito era siempre igual: entrar, y llamar el ascensor. Habría la puerta y me invitaba a entrar.
—Decile a qué piso vamos —me animaba.
—Quinto! —exclamaba yo, con el tono de aquél que quiere sonar seguro y convincente aún cuando la duda y la incertidumbre lo embargan hasta lo más íntimo. Estas mutaban en asombro y regocijo cuando, tras los dos segundos que la máquina necesitaba para procesar mi orden, el ascensor salía disparado hacia el quinto piso.
A esta altura, después de más de veinte años, he aprendido lo que es un ascensor automático, pero he pagado el conocimiento con mi poder de asombro, y muchas cosas, entretanto, han perdido la magia.
Hoy, en un esfuerzo por tratar de recuperarla, pienso que tal vez
Lo importante no sea poder,
Sino creer que podemos.
2 opiniones:
Bonito, esa nostalgia que nos humaniza y nos da valores toda la vida. Felicidades y mucha suerte en tu vida. Desde Chile.
se agradecen, los posts y la confianza. (y algo más le dej{e en mi blog...)
le beso
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