El Paraguas

Si hay algo que odio, son los paraguas. No tolero usarlo, menos a los que lo usan. Lo encuentro entre los artículos más incómodos del siglo, y a juzgar por lo pretencioso de su nombre y lo mal que me cae, diría incluso que es inútil. Más aún, diría que sobrepasa los límites de la inutilidad, ya que, no conforme con no ayudar, complica la tarea. La tarea de evitar mojarse. ¿Por qué será que no queremos mojarnos? Nacimos mojados, disfrutamos de lo lindo cuando chicos mojándonos y pisoteando charcos, con nuestro horribles impermeables amarillos, que eran puestos sobre nosotros como la peste por madres y padres, porque de haber sido por nosotros, jamás los hubiéramos usado... Pero, así es el hombre, cuanto más crece, menos quiere mojarse.

Y entonces busca formas de no mojarse, una más estúpida que la otra, porque podemos estar seguros que contra las inclemencias naturales poco podemos hacer. Entre estas estúpidas fintas al clima están calzados de goma, pilotos de espantosas telas, y más aún, horribles colores y tramados (el piloto merece un capítulo aparte...), capuchas, zapatos que se ponen sobre los propios zapatos, capas y demás. Pero primero en el ranking, está el paraguas. Los hay de diversos tamaños, formas y colores, pero todos con la misma utilidad.

Está el pequeño, ese que entra en la cartera de la dama (aunque curiosamente no en el bolsillo del caballero) y que entra para nunca volver a salir. Porque tanto terror le tiene el hombre a la lluvia, que respira más tranquilo a sabiendas de que el susodicho está ahí, presto a socorrernos ante cualquier eventualidad. El paraguas es como un seguro, es como el A.C.A. de los a pie. Es entonces, este mismo pequeño, el que no nos servirá de nada ante la más mínima garúa. Su capacidad de parar el agua es mínima, por varios motivos. Básicamente, sus escasas dimensiones. Y su endeble mango. Y su precario y peligroso sistema de apertura, si se puede llamar así. Y la delicadeza de sus varillas, que no soportará la más mínima brisa. Finalmente, terminará en un tacho, con una forma irreconocible, en una orgía de fierros y tela.

Está el de hombre, diseñado siempre con la mayor solemnidad, en estricto color negro, mango en "U", precario sistema de apertura, endebles mástil y varillas, siempre presto a acompañarnos a las más solemnes ocasiones (no así a las más elegantes) Qué sería de los funerales de Hollywood sin ellos... Todo muy lindo, pero no sirve.

Está el "común", ese que no llama la atención por sus dimensiones, ni por su tamaño, ni por su sexo, ni por su nada. Ese que es un paraguas "comunacho". Igual de estúpido que los anteriores, pero con mucha menos personalidad.

Está el de mujer, que a la misma inutilidad de los demás suma un diseño que revuelve el estómago del más osado. Es ese que no se conforma con no servir, sino que además es molesto por su tamaño, su correa (sí, esa correa que tiene, por aquella manía de mujer de colgarse las cosas, o en tal caso la manía de los hombres de negarse a colgarse las cosas) y como si no fuera suficiente ya, tiene ese diseño, o ese color que no puede pasar desapercibido en el paisaje de nubes grises, paraguas negros, pilotos caqui y techos amarillos.
Y esta ese enorme. Ese que sí para el agua. El mismo que equivale a 1 hora de levantamiento de pesas. Ese que nos hace el ser más odiado de la calle, aquél que no deja espacio para ningún otro paraguas, ni ser humano, ni nada. Ese que cerrado mide más que la distancia que hay de nuestra mano al piso (medida mundialmente estandarizada para los paraguas). Ese que si lo llega a agarrar un viento, un mínimo vientito, nos puede trasladar a la estratósfera en segundos, o nos obliga a soltarlo y verlo volar, mientras, para completar la escena, nos empapamos la cara viéndolo irse al más allá.

Todo lo arriba expuesto hace a la inutilidad del objeto, pero esto no es todo. Porque el paraguas necesita, lamentablemente, quien lo opere. Y ahí entra el factor humano, que sea quizás lo peor del caso. ¿Cuántas veces temimos por nuestros ojos, ante uno de esos endemoniados paraguas que vemos venir balanceándose de lado a lado de la calle, en manos de alguna anciana o señor (sólo por llamarlo así) que supone que puede usarlo a la vez que instruye a su secretaria por celular?. ¿Cuántas veces sufrimos con los grupos de personas que ante la amenaza de la lluvia sobreponderan al paraguas, suponiendo que el mismo puede cobijarlos a todos, ocupando así toda la vereda? ¿Cuántas veces intentamos rebelarnos contra el poder hegemónico del paraguas en tiempos de inclemencia, y vimos que es imposible, y que usarlo se vuelve necesario no ya para escudarnos de la lluvia, sino para resguardarnos de otros paraguas asesinos? ¿Cuántas veces nos mojaron en el colectivo con un recién cerrado paraguas? ¿Cuántas veces intentamos demostrarnos a nosotros mismos que podíamos sobrellevar la situación sin él, y soñamos que era posible "ir del lado de la pared" sin toparse con cientos de idiotas que a sabiendas de la inutilidad del aparato, pero testarudos a rajatabla, insistían en ocupar este espacio con su humanidad y sus malditos y mil veces malditos paraguas?


Así que ha quedado demostrado que no sirve. Y pareciera que en el fondo uno lo sabe. Y por eso lo detesta en silencio. Un silencio que calla porque podemos necesitar de él en cualquier momento. No tenemos el valor de mandarlo a freír churros, porque tememos que un día llueva y no esté dispuesto a prestarnos su ayuda, y no quede más opción que mojarse. Entonces, callamos. Pero lo castigamos, poniéndolo en un paragüero (alguien vio alguna vez uno que fuera lindo?) o lo mandamos a la cartera de la dama, o lo guardamos en un lugar horrible, para castigarlo por su inutilidad. Y lo usamos. Y tenemos en el fondo un profundo deseo de que nos abandone, para poder tirarlo a un tacho de plaza (porque es ley que un paraguas siempre nos abandone en una plaza o lugar abierto similar, que impida cobijarse, y complete así el macabro plan del maldito paraguas) con el mayor de los desprecios, a la vez que lo insultamos con todo tipo de improperios.

Pobre paraguas...


0 opiniones: